
Esos documentos (apenas unos planos industriales, con membrete del astillero de Echevarrieta en Cádiz, pero indicaciones en alemán), tensan el argumento, la búsqueda de sentido, la importancia de lo que se oculta en la historia y en el desarrollo argumental. Son, también, el llamado “macguffin”, pues finalmente ofrecen un valor relativo al espectador, a cambio de haber dirigido su atención hacia qué hay en el origen, qué personajes e historias se esconden detrás de un gráfico sobre papel.
El submarino E-1 es, finalmente, la forma física que adquiere el plano sobre papel. También éste (a través de fotografías antiguas, incluso alguna posible recreación o imagen cinematográfica en movimiento) conserva el papel de catalizador de la epopeya de Echevarrieta.
El submarino es el fruto de su esplendor, lo máximo que fue capaz de construir en sus astilleros (también el hoy buque-escuela Juan Sebastián Elcano, que también tendrá su espacio en la película), y que además hizo sobre la única base contractual de una conversación con el general Primo de Rivera, entonces máximo gobernante español. Este carácter verbal de este contrato será, precisamente, el elemento de su ruina, cuando ningún gobierno posterior, ni siquiera el de sus compañeros y amigos republicanos, al fin en el poder, acceda a comprarle o siquiera indemnizarle por el E-1.

Rumbo a Turquía, en 1934, el E-1 desaparecía de la memoria. Ni él ni Canaris, ni siquiera Echevarrieta, sobrevivieron a los regímenes y guerras que surgirían de sus intrigas tecnológicas. Aunque aquello sólo fuera el principio del espionaje militar y de las armas de destrucción masiva.